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Oye Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es.

“Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas.” (Deut. 6:4-9)

“Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la ley?

Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento.” (Mt. 22:36-38)

Hace un par de meses, la lectura de estos pasajes me llevó a tomar la decisión de separar un tiempo especial para el Señor y meditar de una manera más específica en ellos, y aunque sabía que no podría retirarme de la sociedad a un lugar solitario y apartado debido a mis obligaciones familiares, cancelé todos los compromisos que pude durante sesenta días, quedándome en modo “kit de supervivencia”. Dedicaría todo el tiempo posible del día a la oración y a la meditación de las Escrituras en una actitud de búsqueda. Como era de esperar, la oposición llegó enseguida, pero estaba preparada para ello, así que bastaron unos días de lucha en oración hasta que tuve la vía totalmente despejada para sumergirme en la profundidad de la presencia de Dios. Empecé orando algo así:

-Señor Jesús, recorre las habitaciones de mi casa, abre todos los armarios, mira debajo de las camas, revisa mi nevera, cambia los muebles de lugar, te doy permiso, sé que te encanta hacerlo, eres el mejor diseñador y decorador de corazones del mundo – oré -. Pero en la práctica no fue exactamente así, fue más al estilo de Lucas 19:46, Jesús entrando en el templo, volcando mesas y echando a los ladrones.

“Mi casa es casa de oración, mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones”. 

La respuesta de Jesús fue la siguiente:

-Si quieres pasar tiempo conmigo, que te hable y te muestre misterios ocultos, echa a toda esta panda de ladrones. 

Quedé estupefacta.

Las siguientes semanas fueron días de reconocer y fichar a la “panda”. No fue muy difícil para mí darles patada a aquellos bandidos, y es que no me resulta muy difícil desprenderme de todo aquello que no me sirve para nada, pues soy una persona bastante selectiva y pragmática por naturaleza. En casa, si alguien no encuentra algo después de algún tiempo, seguramente sea porque “mamá lo habrá tirado.” Pero en este caso, había un ladronzuelo que vivía en la sala vip de mi corazón y este no quería irse ni yo echarlo.

 El Señor me llevó de nuevo a la Shemá, y en mi mente leí lo siguiente:

“Y amarás a tus redes sociales (tu móvil) de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas publicaciones (y contenido digital) estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas.”

Como dicen mis hijos adolescentes, me dije: “¡Real!”

Ciertamente mis redes sociales ocupaban una parte muy importante en mi corazón, estaban arraigadas profundamente en mi alma y dedicaba mucho tiempo y energía construyendo una realidad emocional con ellas. Quise justificarme ante Dios, “Señor, todo el contenido digital que creo y consumo es inspiracional, y además bendigo a mucha gente con mis publicaciones, incluso soy luz para aquellos que no te conocen.” Pero no coló, en realidad todo ello era basura, por cuanto había ocupado el lugar que solo a Jesús le pertenecía. Seguidamente, el Señor me llevó al primer libro de Crónicas capítulo diecisiete. Allí leí cómo David quiso construirle una casa a Dios, un templo magnífico que se convertiría en el centro de adoración y liturgia del pueblo de Israel. Sin duda era una idea excelente, tanto que ni siquiera el profeta Natán, al conocer los planes del rey, dudó de que un proyecto tan magnífico no pudiera ser aprobado por Dios, pero no fue así, por lo menos bajo el mando de David, todos sabemos que no fue él quien construyó aquel primer templo, sino su hijo Salomón. El Señor me estaba diciendo, como a David, que no todo lo que a mí me parecía bueno para servirle era aprobado por Él. Las redes sociales no iban a ser el medio que Él había elegido para mí, sencillamente porque yo las servía a ellas en lugar de a Dios, así que debía suprimirlas de mi vida. Volví a leer la anti Shemá, como yo la había bautizado. 

Vino a mi mente entonces, la escena de muchas familias juntas en cuerpo, pero desconectadas en alma, cada uno con su smartphone en el salón, incluso compartiendo tik toks, perdiendo la noción del tiempo. Ahora, caminando por la calle, podía ver a personas de distintas edades con el móvil en la mano y la mirada fija en sus pantallas, totalmente ajenas al mundo que les rodeaba. Y reconocí que revisar mi propio dispositivo era lo primero que hacía al levantarme y antes de acostarme, siempre atado a mi mano o a su alcance, pegado entre mis ojos, presente en mi mente, y aunque no de una manera visible, me di cuenta que las redes sociales estaban escritas en los postes y en las puertas de mi alma.

El diablo es el mejor imitador que existe. Sutilmente, ha falsificado la Shemá y nos la ha metido doblada. Nos ha hecho creer que Dios sigue siendo único en nuestros corazones, pero no lo es en la vida de muchos creyentes sinceros. 

El día en el que accedí a borrar mis redes sociales, una gran tristeza invadió mi corazón. No os miento al deciros que pasé por una especie de luto, e incluso de síndrome de abstinencia durante varias semanas. Le pregunté al Señor, “¿Por qué me lo has quitado? y ahora ¿qué me queda?” 

Jesús, muy gentilmente, me respondió, “¿Te valgo yo?”

Tal vez para ti las redes sociales o el uso de tu smartphone no suponga un problema entre tú y Dios; esta reflexión se puede aplicar a cualquier cosa que le esté robando el señorío a Jesús en tu corazón, todo aquello a lo que estás sirviendo y amando más que a Dios con toda tu alma, mente y fuerzas. Si es así, debes arrepentirte, y sin misericordia, echar a tus propios ladrones. Déjame decirte que desde que los míos se fueron, veo la vida diferente y la vivo también de manera distinta. Bromeo con mi esposo e hijos y les digo, “¡He vuelto a los ochenta!” He comprado un reloj de pulsera a pilas y un despertador Casio, leo y escribo más, y no solo me deleito escuchando mi emisora de radio favorita mientras cocino, sino que sintonizo también la voz de Dios, mi Único, sin interferencias. Mis pensamientos están tranquilos y mi corazón es una casa de oración.

Después de este tiempo de retiro, he acuñado una frase que he hecho propia, y que está basada en una parábola muy conocida. Es la siguiente:

 ¡Encontré la perla de gran precio, y ahora lo vendo todo!

Y tú, ¿lo vendes todo?

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