Uno de los grandes retos, tanto para padres que educan hijos, como para pastores que discipulan ovejas, es el de conseguir que unos y otros se comprometan a servir, y no solo que lo hagan sin reproches, sino que puedan llevar a cabo su labor con amor y verdadera dedicación, que pongan su confianza en nosotros y obedezcan incluso en aquellos momentos en los que el servicio se haga pesado, que entiendan que el Señor es el “Jefe”, y no nosotros.
Padres y pastores sabemos que, si entienden esto, sus almas serán enriquecidas y su crecimiento irá en aumento. Pero en la mayoría de ocasiones ellos lo perciben de otra manera, teniendo una perspectiva muy diferente a la nuestra. Nos ven a nosotros allí arriba y a ellos allá abajo, no les gusta salir de su zona de confort, ven lo ocupados que están con otras cosas, para ellos de gran relevancia. En otras ocasiones ven a su hermano ocioso, y entonces se preguntan “¿Por qué no se lo manda a él?” Pero de lo que me he dado cuenta, es que el mayor obstáculo que existe entre nosotros y ellos es el sentimiento de que no son capaces de realizar la tarea que se les pide. “No puedo”, “No me veo capaz”, “No soy suficiente”, son frases que tanto hijos como ovejas nos repiten constantemente, o simplemente gritan en silencio, huyendo.
Cuando nos desobedecen o nos ignoran, nos frustramos. Y tomamos dos de los siguientes caminos, o bien les regañamos, e incluso les amenazamos, o, considerándolos indignos de la tarea que les hemos encomendado, y convenciéndonos a nosotros mismos de que teníamos razón, que tal y como sospechábamos, no se merecen tal misión, mejor nos ocupamos nosotros mismos de ello, garantizando un trabajo bien hecho.
Fue en una de estas situaciones con una oveja que constantemente huía de cualquier cosa que se le sugería, poniendo mil pegas y quejas, en las que Dios me reveló algo sencillo, pero a la vez efectivo, y que mi esposo y yo empezamos a practicar de manera intencional, desde entonces, tanto con nuestros hijos como con nuestras ovejas.
Ahí estaba yo, rodeada de un grupito de mujeres, intentando poner en práctica el poder de la motivación, al estilo TED, y a su vez intentando auto motivarme a mí misma, para involucrar a cada una de ellas en una labor específica, por sencilla que fuera, en el contexto de un evento evangelístico.
Enseguida se hicieron con el poder de la conversación un par de ellas; en un abrir y cerrar de ojos ya lo habían planeado todo, y por supuesto, se ofrecieron voluntarias para llevar a cabo gran parte del programa. En silencio, estaba Mari, tomando sorbitos de café tibio, como su alma. Yo quería que ella se involucrara, quería verla crecer, quería ver las murallas del tedio de su vida caer, pero no sabía cómo hacer para que despertara, que se diera cuenta de que, en las manos de Dios, y sometida a su Palabra, podía ser un instrumento precioso para la iglesia a través de sus dones.
Cuando terminó la reunión, mientras recogía las tazas de todas aquellas mujeres ya ausentes, con mi mirada puesta en los huecos vacíos que habían dejado en el sofá, le pregunté al Señor algo así como “¿Hay algo que realmente pueda hacer, aparte de orar, para que Mari cambie?” a lo que, de una manera muy convincente en mi espíritu, Él me respondió:
“Queda con ella, yo pondré en tu boca las palabras que debas decir”.
Cuando aquella noche me arropé para irme a dormir, con todos mis pensamientos metidos conmigo en mi cama, me pregunté qué podría decirle yo a Mari que no le hubiera dicho ya, y abrazando a aquel último pensamiento me quedé dormida.
Al día siguiente le mandé una nota de voz invitándola a tomar un café. En nuestro encuentro, yo intenté convencerla una vez más de que debía salir del lugar de estancamiento espiritual donde se encontraba. Mi voz sonaba casi amenazante, y mi tono era más bien condenatorio. Ella se disculpó y se levantó para ir al baño, y allí me quedé sola, mirando a una croqueta atravesada por un palillo de madera que me miraba desafiante. Levanté la vista y entonces vi a Mari, no a la Mari en cuerpo, que en ese momento estaba en el baño, sino a la Mari en alma. Pude ver su tristeza, su falta de auto estima, su soledad, el juicio hacia sí misma. Al cabo de pocos minutos, Mari regresó a su asiento y me regaló una media sonrisa.
-Mari-le dije-.
– ¿Qué?
-Te necesito.
Mari mantuvo la mirada y tardó unos segundos en responder. Yo seguí hablando, ahora mostrándome vulnerable, despojándome de la “túnica pastoral.”
-Mari, necesito que me ayudes, tu ayuda es imprescindible para mí, a mí no se me da bien organizar estas cosas, y no quiero que siempre trabajen las mismas. Yo sé que, si tú te encargas de algunas cosas personalmente, lo harás como nadie y yo podré despreocuparme.
Mari me creyó porque era verdad lo que le decía.
-Sí, pero es que yo…
– ¡Lo harás fenomenal!
A partir de ese momento, Mari y yo conectamos de una manera nueva. Algo en ella se había roto. Ahora empezó a hablar, sugiriendo muchas ideas, e incluso soñando mientras lo hacía. Podía verlo en sus ojos, puestos no en mí, sino en arco iris de colores y nubes rosas con mucho “brilli brilli” y con olor a fresa.
Mari entendió ese día, no solo lo importante que ella era para mí, sino lo importante que era para nuestra comunidad y para Dios. También entendió que el servicio no es un trabajo “voluntario” el cual uno se ve obligado a hacer, sino que es una ofrenda de amor para edificar a sus hermanos e influir en aquellos que todavía no conocen a Jesús. Mari encontró su lugar en nuestra familia poniendo en práctica sus dones y haciendo aquellas cosas de las que disfrutaba al máximo. Y si, no siempre tiene ganas, y sí, a veces es difícil trabajar con otras personas, y sí, a veces se cansa, pero la recompensa es mucho mayor que todo ello, el gozo y el amor de una vida plena de servicio a Dios, a la comunidad y al mundo.
“Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica”. (Ef. 2:10 NVI)