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Sol y mar, así entiendo yo las vacaciones veraniegas. Vivo en el norte, y aunque el calor en   julio está garantizado, “en agosto frío en el rostro”, se suele decir por estos lares, pues las mañanas y las noches son frescas. Mi familia ya sabe, cuando viene a visitarnos en agosto, que es obligada la chaquetilla bajo el brazo antes de las diez de la mañana y después de las seis de la tarde. Es por eso que en verano siempre buscamos la playa y los rayos calientes del sol.

Parece increíble, pero viví mi adolescencia y juventud junto al mar, aunque para mí, por aquel entonces, solo se trataba de agua cerca de casa. ¿Adivináis qué fue lo primero que añoré al trasladarnos a Palencia? ¡Bingo!

Mi fascinación por el océano empezó a surgir gracias a mi suegra. Hace ya unos quince años ella regresó a su pueblo de nacimiento, Carboneras, un pequeño pueblo costero almeriense, y nos invitó a pasar las vacaciones en su casa. Recuerdo que entonces no teníamos ni coche ni carné, así que nos fuimos en tren con las maletas, dos niños pequeños y un cochecito plegable. Fueron nuestras primeras vacaciones en familia, y desde ese momento, cada verano, escuchamos la voz del ponto llamándonos. Alex dice que en su caso es más bien el cansancio.

El litoral almeriense no es solo reconocido por su gran belleza y sus espacios protegidos, sino por sus rocas. Una de sus playas más famosas se llama Playa de los Muertos. Cuando fuimos a visitarla por primera vez, bajamos por un estrecho camino rocoso y polvoriento hasta llegar a la orilla, nada más y nada menos que en chanclas, y nos metimos con los pies desnudos en el agua. Efectivamente, después de aquella jornada acabamos casi muertos, con los pies heridos y magullados, pero admirados por las sublimes olas de aquel lugar.

En otra ocasión, en una de nuestras escapadas en solitario, Alex y yo decidimos visitar una cala perdida en un lugar conocido como Las Negras. Después de una larga caminata a pleno sol descubrimos que no había playa. Todo se reducía a enormes piedras negras lisas y calientes cual planchas, amontonadas una junto a otra, por encima de las cuales debías saltar para llegar al agua. Decidimos que no era buena idea a pesar de llevar en esta ocasión nuestros escarpines. En nuestro regreso hacia el coche, atravesando un pequeño sendero de tierra, resbalé y me abrí la rodilla con un pedernal. Alex me echó el medio litro de agua que nos quedaba sobre la herida abierta, conduje hasta el pueblo (era la pierna izquierda, la del embrague) y pedimos ayuda en un restaurante donde me prestaron su botiquín con mucho gusto. Hoy conservo una hermosa cicatriz. Jamás olvidaremos aquellas enormes piedras negras y el paisaje de todo el Cabo de Gata delante de nuestros ojos desde un lugar tan espectacular, nos quedamos anonadados.

Al pasar los años simplemente nos adaptamos al entorno, a las piedras y al calor seco, pues acabamos perdidamente enamorados de esas playas, sus desiertos hollywoodienses, sus calas, sus gentes, así como de las gambas rojas y los chipirones fritos. Hasta que hace dos años decidimos cambiar de destino. Valencia nos esperaba.

Vacacionamos en las playas de Cullera dos años consecutivos. Os diré que cuando Alex pisó descalzo la playa de fina arena casi llora. 

Teníamos la línea de costa a escasos cien metros, un paseo marítimo con mucho ambiente familiar y probamos la paella valenciana por primera vez, quedamos fascinados. Para mí, que no tenía que conducir muy a menudo, y un poco apaciguada ya la sed de aventura de alto riesgo de mi marido, excepto la de subir a pie por una abrupta ruta, en medio de una tormenta colosal y cuya meta era una cruz metálica, fueron dos años de contemplación y descanso que se reducían a un baño rápido, sombrilla y Agatha Christie, mi paraíso…hasta que llegaron las medusas.

Todas las mañanas temprano, Alex y yo recorríamos la playa paseando descalzos, con café y unos cruasanes en la mochila, hasta llegar a la cala donde están los pescadores, que más que pescar se dedicaban a hacer vida social. Nosotros llegábamos, nos dábamos un bañito y charlábamos, orábamos o leíamos y nos volvíamos a bañar antes de regresar al apartamento, donde los chicos apenas estaban despertando.

Ya el primer día de nuestra llegada, habíamos visto cómo dos niños salían del agua corriendo hacia su madre gritando: ¡me picaaaa, me picaaa! La madre, con un cigarro en la boca hablaba al mismo tiempo revisando los cuerpecitos de los niños. “Ná, eso no es ná, una medusa.”

El segundo día de nuestro romántico paseo, ya disfrutando de nuestro primer baño matutino, Alex vio la primera medusa. “Anda, una medusa”. Al escuchar la palabra medusa grité y salí corriendo hacia la toalla. Alex decidió seguirla, cómo no, la perdió de vista y luego se puso a flotar en el agua boca arriba. Yo le gritaba que saliera, pero él hacía como que no me escuchaba. Después se unió a mí tranquilamente y me acarició el cabello. “No pasa nada.”

Prometí que no me volvería a bañar, pero al siguiente día allí estaba, con miedito, siguiendo a Alex dentro del agua. Me había prometido que él iría delante y que si veía una medusa me avisaría, que sería solo entrar y salir. Me relajé. Ya de salida Alex se detuvo. “Mira, la medusa mamá y su hijito”. Me paré a su lado, agarrándolo del brazo, delante de nosotros pasó una medusa grande y rosa, como las de Fondo de Bikini, y dos medusitas que efectivamente le seguían. Recordé en ese momento nuestra reciente visita al Oceanografic, y cómo el tiempo se había parado para mí frente a los tanques de medusas, de todos los tamaños y colores. 

Fuimos avanzando hacia la orilla despacito, vimos otra más, y otra. Las observamos en silencio, salimos del agua y sonreímos. Al día siguiente de nuevo estábamos allí, ya no solo las observábamos, sino que nadábamos con ellas.

Reconozco que soy de las personas a las que les gusta más descansar que estar demasiado activa durante las vacaciones. Me gusta lo previsible y huyo de los riesgos superfluos de la vida. Pero me siento muy agradecida a Dios por el esposo que me ha dado, que en este sentido es todo lo contrario a mí. Él siempre me reta y me anima a ir a más, me dirige hacia grandes hazañas, hacia lo desconocido, y si no fuera por él, me perdería muchas cosas maravillosas y emocionantes.

Pienso que nuestro Señor Jesús es también así. Una vez nos convertimos en sus amigos y le cedemos el control de nuestras vidas, todo se convierte en una aventura. Con él, como con Alex, me siento segura. A veces no entiendo nada, tengo miedo y no quiero correr riesgos para mí innecesarios, pero Él siempre tiene una palabra de aliento y de ánimo, porque sabe a dónde me lleva y sabe también que va a valer la pena.

Recuerda, no importa si hay rocas o medusas, te acabarás enamorando del lugar donde Él te lleve.

Feliz verano.

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