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Estaba sentada en la orilla, encima de una barca vieja de colores desgastados que descansaba boca abajo en la arena, junto a tres palmeras. En un lateral de la proa se podía leer: «Esperanza»

Como todos los días muy temprano, y desde hacía más de veinte años,  ella ya estaba ahí, acurrucada, tomándose las rodillas cubiertas por sus largas faldas con ambos brazos y mirando fijamente el horizonte, a punto de ver cómo amanecía un nuevo día.Poco a poco iban adentrándose pequeñas embarcaciones en el mar, unas grandes y otras más pequeñas. La mayoría de la tripulación eran hombres mayores, experimentados en el arte de la pesca, pero también mujeres y algunos jóvenes.

Las embarcaciones se alejaban lentamente, desapareciendo poco a poco de su vista.

Al final de la mañana los veía regresar, menos ligeros de cómo habían zarpado, y entonces una multitud les ayudaba a descargar todo el peso que portaban, y entre el gentío, ella también se adelantaba, presta a ayudar en lo que hiciera falta, dejando a un lado la tarea que siempre la tenía ocupada, el remiendo de las redes.

Le encantaba el olor a pescado fresco así como la alegría y el bullicio que se formaba alrededor de los barcos, los pescadores y sus familias.

Cierta mañana, ocupada en su rutinaria tarea, mientras esperaba la llegada de los barcos, un hombre se acercó a donde ella estaba. Se encontraba sola, sumida en sus pensamientos, sosteniendo la aguja con fuerza entre sus dedos.

-¿Qué estás haciendo? Le preguntó él.

-Remiendo las redes de los pescadores, contestó ella sin levantar apenas la mirada.

-¿Dónde está tu barca?

-No tengo, yo no pesco.

– ¿Perdiste la Esperanza?

Ella paró de hacer lo que estaba haciendo de inmediato y miró al hombre, que continuó hablándole.

-Hace años mi Padre te regaló una barca llamada Esperanza, sobre la cual te sientas cada día para observar desde su enmohecido casco el mar. Todos saben que quien conoce el oficio de tejer redes es o fue pescador alguna vez.

Los ojos de la muchacha se llenaron de gotas de agua salada.

-Me da miedo la grandeza del océano.

-Mi Padre quiere que salgas a pescar, deja de remendar las redes de otros y toma tu barca.

-Está rota y además perdí los remos.

-Yo te ayudaré a restaurarla y te daré unos nuevos.

-No tengo velas para dirigir el viento.

-No importa, coseremos unas nuevas, yo mandaré al viento soplar cuando sea escaso y le ordenaré callar, si se enfurece.

-Ya no tengo fuerzas en los brazos para echar la barca al mar, y mucho menos para tirar de las redes llenas y dejar los peces en la cubierta.

-No te preocupes, yo iré contigo y te ayudaré, y con el tiempo, contratarás a algún ayudante más.

¡Vamos, sígueme! Empecemos la tarea que mi Padre te encomendó hace tiempo.

Ella lo pensó durante un instante. El hombre esperaba con su mano tendida, mirándola con ternura. Por fin ella la tomó. Las lágrimas de sus ojos se precipitaron al vacío.

«Y les dijo: Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres» Mateo 4:19

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