Quizás muchos de nosotros aún estemos con los últimos preparativos para la noche de hoy y el día de mañana. Quizás estemos ultimando las compras de comida e incluso alguno ha dejado la compra de los regalos para el último momento.
Muchos estaremos viajando para reunirnos con los familiares que tengamos más cerca para poder estar juntos en estos días. Y, quizás nuestras horas, llenas de preparativos, estén también llenas de estrés y de correr de un lado para otro; sin evitar que también estén llenas de ganas de volvernos a ver.
Este año, continúa siendo diferente, la pandemia sigue en auge, y aunque muchos sí tendremos la oportunidad de ver a algunos de nuestros familiares en persona—el resto a través de la pantalla, otros estaremos lejos. Muchos de nosotros hemos perdido seres queridos a lo largo del año, incluso muy recientemente, y el hueco que han dejado en la mesa y en nuestros corazones, será más latente durante las celebraciones.
La ilusión, aunque precavida se respira en el ambiente, un optimismo moderado con la expectativa de lo que traerán estos días y en especial el nuevo año.
Sin embargo, entre tanto preparativo, viaje, familiar, comida y regalo, ¿cuántos de nosotros nos hemos parado a pensar realmente en lo que nos trae la Navidad? Muchos nos conocemos la retahíla, la teoría del significado de estas fechas, lo que celebramos, es decir, el nacimiento de Jesús, pero ¿cuántos de nosotros realmente apartamos un tiempo para comprender, estudiar y agradecer a Dios su inmenso regalo?
Todos hemos hecho nuestra lista, todos tenemos nuestros deseos—incluso aquellos que se exceden de los precios acordados para los regalos. En nuestra familia, somos muy particulares, cada uno es tan distinto, que hace años que hacemos el amigo invisible con una lista exacta de regalos, y de ahí elegimos lo que queremos regalar, de ese modo, estamos seguros de que siempre acertaremos y nuestro amigo invisible estará feliz con su regalo.
¿Pero y qué del regalo más grande que recibimos hace más de dos mil años y seguimos recibiendo cada día? ¿Realmente lo valoramos? ¿O, es algo en lo que pensamos momentáneamente, quizás incluso damos las gracias y luego continuamos como si nada? Es tan fácil caer en ello, creo que nadie se libra de haberlo hecho alguna vez…
Imaginad conmigo este breve repaso de lo que sucedió hace varios miles de años, mucho antes de que incluso naciera Jesús.
Adán y Eva estaban en el Edén, todo era bueno y perfecto, sin embargo, se dejaron engañar y acabaron siendo echados del paraíso (Génesis 3). Sin embargo, Dios amaba profundamente a la humanidad y no los abandonó, les dio jueces, sacerdotes, y profetas, diferentes maneras de poder acercarse a él y conocerlo. Pero nada era igual, él quería restaurar su relación con el ser humano, y desde el momento que Adán y Eva fueron echados, él decidió que, en el momento justo, bajaría a la Tierra, se haría como uno de nosotros para darnos a conocer al Padre de una manera más personal, y que finalmente moriría por nosotros para restaurar esa relación y darnos acceso directo a él.
Vemos muchas profecías que hablan de su venida siglos antes de que ocurriera, las más conocidas se encuentran en Isaías capítulo 7 y versículo 14 “’Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel.”, y en el capítulo 9, versículos 6: “’Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz.”.
Promesas que podemos ver cumplidas en Lucas capítulos 1 y 2, y en Mateo capítulos 1 y 2.
Jesús no simplemente nació, si no que nació para darnos libertad, sanidad, salvación y vida en abundancia y eterna, a través de su muerte y resurrección.
El mayor regalo de Dios fue por su amor infinito hacia nosotros, como podemos comprobar en Juan 3:16 “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su hijo unigénito para que todo aquel que en el cree no se pierda más tenga vida eterna”.
Por lo que el mayor regalo que Dios nos dio no es sólo de un día, que celebramos en Navidad, aunque sabemos que la fecha no es exacta, si no que para la eternidad. ¿Cómo no estar agradecidos por él? ¿Cómo no apartar un tiempo para celebrar al Dios que nos dio vida y nos salvó?
La “navidad” no debe quedarse sólo en estas fechas. Por supuesto que es maravilloso poder ver a la familia, compartir tiempo juntos y mostrarnos nuestro amor con regalos, canciones y juegos. Sin embargo, cuando todo se queda en algo superficial, en estrés porque hay que gastar dinero, correr de un lado para otro y sólo tenemos obligaciones, y sólo recordamos que Jesús nació porque ponemos el Belén en casa como decoración, algo claramente está fallando.
Deseo que este año podemos todos pasar un tiempo dando gracias a Dios por su infinito amor y misericordia, que podamos recordar lo que realmente significan estos días, y que Dios nos permita poder compartir el evangelio con nuestros familiares que aún no le conocen. Al fin y al cabo, ¿qué mayor regalo podemos compartir con nuestros familiares?