Era una de esas tardes veraniegas silenciosas. Salí con mi taburetito a sentarme en nuestro pequeño balcón para ver cómo se ponía el sol. Poco después de sentarme, mi hijo pequeño fue a buscarme y se acomodó en el suelo junto a mí para que le leyera un cuento que traía en su mano, y tras soltarlo, me acarició el brazo izquierdo, un poco más abajo del hombro, justo en el punto donde tengo la cicatriz de la vacuna de la tuberculosis, la que nos administraron a muchos niños de mi época. Luego me dio un besito y me preguntó cómo me había hecho aquella herida, tal como una vez también me cuestionaron mis dos hijos mayores cuando eran pequeñitos.
Le conté que, aunque yo no podía recordarlo, se trataba una vacuna que dejaba un nódulo que luego se convertía en costra y que más tarde se acababa cayendo. “Eran otros tiempos, bichito”, le dije. Entonces él le dio unos toquecitos a la cicatriz con su dedito y volvió a besarla.
-Tú también tienes cicatrices, mi niño, una ahí en la ceja y otra aquí en el labio -le dije colocando su dedo en los lugares señalados-. Cuando eras más pequeño te peleaste con un par de muebles del salón y tuvimos que llevarte al hospital dos veces en el mismo año. La primera vez te pusieron una grapa y en la otra te cosieron. Yo estuve presente.
– ¿Y lloré?
-Mucho, y yo también.
Durante aquella corta conversación con mi pequeño no era consciente de que años después tendría que lidiar con otro tipo de heridas, las de mi hija mayor, provocadas por un accidente inesperado. También lloré mucho en el hospital.
Aquella experiencia, más difícil que la de consolar a un niño pequeño acongojado por dos puntos de sutura, a su vez abrió una brecha en mi interior, herida que no podría sanar ni coser ninguna enfermera de turno. Solamente mi Jesús, el que fue traspasado y clavado en una cruz, pudo sanarme. Y fue al contemplar las cicatrices de sus muñecas que mi lesión del alma pudo ser sanada, y así yo pude también ayudar a sanar las de mi hija y besar después sus cicatrices, las de su cuerpo, y también las de su corazón. En ese tiempo Dios me dio una palabra:
“Besarás muchas cicatrices, muchas más.”
Tiempo después conocí a una hermosa jovencita, también con cicatrices en sus brazos y en su corazón. En aquel momento supe lo que tenía que hacer, aunque pareciera una locura. Primero le pedí permiso para besar las cicatrices físicas, me dijo que sí, las besé y lloró.
-Nunca nadie las había besado, gracias-dijo-.
-Ha sido Jesús, no yo.
Hace poco me mandó un mensajito contándome que Jesús estaba sanando también su corazón. ¡Qué buenas noticias!
Las cicatrices de Jesús nos cuentan una bella historia de amor, pero también de sufrimiento, de heridas físicas infringidas por sus enemigos, y de otras del corazón, de maltrato, rechazo y abandono. Es por eso que él entiende tan bien tu historia, las lesiones de tu cuerpo y también las de tu alma. Solo él puede leerlas, solo él puede sanarlas, no importa cuán profundas sean.
No todo el mundo nos dará permiso para besar las cicatrices de su piel o de su alma, porque Dios todavía tiene que completar la obra en ellos, aún tienen que darle permiso para que él los abrace y los sane, y será entonces cuando podremos hacerlo también nosotros.
¿Cuál es la historia de tus cicatrices?
“Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados.” (Isaías 53:5)
“Y los tuyos reedificarán las ruinas antiguas; levantarás los cimientos de generaciones pasadas, y te llamarán reparador de brechas, restaurador de calles donde habitar.” (Isaías 58:12)