Es lunes por la mañana y me dispongo a salir hacia el colegio con mi hijo de siete años que me está esperando junto a la puerta de casa con la mochila a la espalda. Ha llovido toda la noche y hace algo de fresquito. Faltan cinco minutos para que las campanas de la plaza den las nueve de la mañana, vamos justos de tiempo, no encuentro las llaves. Me pongo la chaqueta de punto de mi hija mayor, la que me llega casi hasta los tobillos. Le doy unas cuantas vueltas a las mangas mientras recuerdo que las llaves están en el bolso floreado, meto los pies en las chanclas, cojo las llaves y salimos.
El suelo asfaltado de la calle está medio seco, no hace tanto frío como creía. El móvil se ha quedado descuidado en alguna parte del comedor.
Llegamos a tiempo a la correspondiente fila del cole, me despido de mi hijo agitando mi mano, blandiendo una gran sonrisa y mandándole un beso al aire que en seguida me es devuelto de la misma manera. Suspiro de alivio con un sentimiento de deber cumplido y me dispongo a regresar a casa. Al darme la vuelta me encuentro con el rostro resplandeciente de Raquel, compañera de huerto. Hace unos seis meses que algunas mamás de la escuela hemos empezado a trabajar unas parcelas de tierra en la finca de Vanesa, tan solo a cinco minutos de casa en coche. Por estas fechas, mediados de septiembre, estamos como locas recolectando tomates.
Raquel me saluda y Vanesa se acerca hacia nosotras con prisa.
-¿Os venís o qué?
– ¿A dónde?- pregunto yo.
– ¿No te lo ha dicho Raquel? Vamos a la finca de mi hermana a recoger peras. No podemos esperar más días, están en su punto óptimo de recolección.
Yo me quedo en silencio, negando con la cabeza. Al mismo tiempo, recuerdo la finca de la hermana de Vanesa, ya he estado varias veces allí, recogiendo ciruelas. Sé que el suelo estará mojado y embarrado después de la que ha caído esta noche.
Le contesto a Vanesa que no, que no llevo el calzado adecuado, ni móvil ni nada, solo las llaves de casa.
-Pues tú dirás, nosotras nos vamos, tengo el coche mal aparcado, así que ¿te vienes o te quedas?
-Pues… venga, voy.
Se une a nosotras Ana, otra hortelana, escritora y dueña de un perrito muy anciano.
Nos metimos las cuatro en el coche y en pocos minutos llegamos a la finca. Nos recibieron los dos grandes canes de la casa, saludándonos a lametones y marcando las huellas de sus patas en nuestra ropa. Después de andar bastantes metros, llegamos al final del terreno, pasando de largo los huertos, y llegamos a la zona de los perales. No teníamos mucho tiempo, así que debíamos darnos prisa. Yo caminaba con dificultad, tenía los pies empapados y resbalaban a cada paso debido a mis chanclas. Mi chaqueta de punto también tenía ya el borde mojado.
Al pie de uno de los perales más cargados, Vanesa, con voz de mando y señalando la escalera metálica que había apoyada en el tronco, empezó a dirigirnos.
-Vamos a ver, dos de vosotras tenéis que subiros al árbol e ir cogiendo las peras, y dos se deben quedar abajo para recogerlas e ir llevándolas al carretillo.
Era evidente que yo no podía subirme al árbol con las chanclas, me quedaría abajo con Ana, que tampoco se animó a subir. Rápidamente Raquel y Vanesa subieron por la escalera y treparon a lo más alto. Raquel, instintivamente, empezó a menear las ramas y cayeron sobre nuestras cabezas un montón de peras.
-¡Nooo! -dijo Vanesa- las peras están maduras, al caerse al suelo se golpearán y se dañarán, hay que cogerlas de una en una.
-Pues no acabaremos nunca, dijo Raquel.
Desde abajo, se me ocurrió una idea. Me quité mi chaqueta, até las mangas al cuello de Ana, como si de un gran babero se tratara, y rápidamente entendió. Ana tomó los extremos de la chaqueta y la abrió lo más que pudo.
-Moved las ramas por encima de mí, atraparé las peras al vuelo -dijo-. Y así, Raquel y Vanesa movían las ramas y las peras caían sobre la chaqueta sin golpearse en el suelo, aunque algunas de ellas cayeron también afuera.
Yo estaba parada observando, sintiéndome algo inútil, ya que no podía desplazarme con rapidez debido a la inestabilidad de mi calzado. Bajé la vista hacia el suelo y me di cuenta de que, bajo nuestros pies, se extendía una enorme alfombra de peras podridas. Después de un corto lapso de tiempo, reparé en que entre todas estas peras estropedas había algunas que tal vez se podrían aprovechar, así que empecé a levantarlas del suelo, pero, para mi sorpresa e inquietud, me percaté de que, junto a cada una de las peras podridas, revoloteaban tres o cuatro avispas. Entonces me di cuenta que estábamos rodeadas de cientos de ellas.
Mi primer pensamiento fue gritar, advertir a mis compañeras y correr, pero al darme cuenta de que ni podía, ni tampoco sería muy prudente si quería salir ilesa de allí, mantuve la calma. Pensé que quizá las avispas eran como los perros, capaces de oler el miedo, así que, despacito, seguí recogiendo las peras que veía que eran aprovechables y poco a poco me iba abriendo paso entre todo aquel avispero. Cuando el carretillo estaba lleno, hicimos la repartición de las peras y nos marchamos cada una a su casa.
Olvidé la experiencia por un tiempo hasta que, unos días después, me recluí en mi habitación para orar y preparar un mensaje para compartir en la vigilia que íbamos a tener el viernes en la iglesia. El Espíritu Santo trajo a mi mente de nuevo la imagen de aquel peral repleto de peras y me mostró un símil que debía compartir imperativamente con la iglesia. Es el siguiente:
El peral es el el esfuerzo evangelístico, que a su debido tiempo da fruto en la estación señalada. Las peras son las almas, listas para ser recolectadas.
El Espíritu Santo nos apremia a que nos unamos a Él en esta gran cosecha, nos llama a cada uno en el momento oportuno, no importa lo que estemos haciendo, y debemos decidir si vamos con él o no.
Una vez en el terreno, la iglesia debe trabajar en equipo, cada uno es importante y tiene una misión en el proceso de recolección del fruto de las almas. Unos subirán hasta lo más alto del árbol y lo zarandearán. Estos son los evangelistas de masas, y su labor es muy importante, pues están capacitados para alcanzar muchas almas a la vez. Abajo, otros se encargarán de recoger el fruto de la predicación. Lo harán con cuidado, mirando siempre hacia arriba, y recogerán las peras en sus lienzos para que no se caigan al suelo y se dañen. Estos son los consolidadores, los que conectan con las personas recién convertidas, las discipulan y afirman en el Evangelio en los primeros pasos de su nueva vida.
Otra parte de la iglesia son aquellos que, ni pueden subirse al árbol para zarandearlo ni pueden moverse tan libremente como los consolidadores para recoger el fruto en sus lienzos, pero aún así, tienen la visión de ver las peras que cayeron al suelo y que, aunque pudieron ser golpeadas al caer, todavía pueden salvarse. Esta labor es muy importante, y es la de los intercesores, los que rescatan aquellas almas del peligro del diablo. Estos no solo oran sino que tienen también la misión de liberar y proteger a estas almas y llevarlas también a la seguridad del carretillo.
Las peras podridas son aquellas que se perdieron al caer porque no hubo nadie que las recogiera a tiempo, es decir, las almas que estaban prestas a creer, pero que no encontraron a nadie que las guiara a los pies de Cristo. A estas, el enemigo, las avispas, las pica y las acaba destruyendo.
El Señor Jesús te llama hoy, como a muchos, para que te unas a la recolección de las almas. ¿Serás uno de los que moverá las ramas del peral para que caigan muchas peras? ¿Tal vez serás de los que desde abajo atraparán las peras con tino y cuidado en sus lienzos?¿O tal vez serás un buen ojeador de las peras que cayeron afuera y que corren el peligro de que sean picadas por las avispas? Seas lo que fueres, Dios tiene un lugar idóneo para ti en el Peral. Si hoy le dices “voy”, tal cual estés, sin mirar atrás, sabrás qué lugar has de ocupar.
“Y Jesús le dijo: Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.” (Lc. 9:62)