-Doctor, doctor, tengo una hemorragia interna.
-¡No me diga! ¿Cómo se ha dado cuenta usted?
– Me sangra el alma…
-Disculpe, creo que ha venido usted al lugar equivocado. Pida cita con su psiquiatra, él podrá ayudarle.
En el psiquiatra…
-Doctor, doctor, tengo una hemorragia interna.
– ¡Vaya! ¿Seguro que ha venido al lugar más indicado?
-Mi médico de cabecera me lo recomendó.
-¿Y qué síntomas tiene exactamente?
-Me sangra el alma cada día, desde que me levanto hasta que me acuesto, estoy muy débil, temo por mi vida.
-Mire, le voy a recetar unas pastillas que le van a venir muy bien.
-¿Me curarán?
– La harán sentir mucho mejor, y si quiere podría pedir cita privada a un psicoanalista.
-No tengo dinero… y yo lo que quiero es curarme.
-No puedo ofrecerle más, lo siento.
Desesperada, la mujer vaga varios días por las calles de la ciudad. Un día se para frente a un edificio algo viejo, culminado por una cruz forjada.
-Un hospital mental, tal vez debieran ingresarme-pensó- y decidió entrar.
Al fondo, de espaldas sentado, se encontraba un hombre con una bata blanca.
– Doctor…
-¿Sí?
El hombre era de mediana edad, tenía barba y lucía un peinado algo desaliñado.
– Me sangra el alma.
-Lo sé, la estaba esperando, doña Paquita. Acérquese y cuénteme lo que le pasa. ¿Cuándo comenzó la hemorragia?
-Hace unos doce años, después de la muerte de mi esposo. Busqué refugio y consuelo en el alcohol y en compañeros eventuales. Mis hijos me abandonaron y yo empecé a maldecirlos, a ellos y a mis nietos. Cada vez que pasaba más el tiempo, la hemorragia empeoraba. ¡Me arrepiento tanto de todo ello! ¡Soy un monstruo! ¡Merezco esto y mucho más! Pero ya no aguanto.
– Estoy de acuerdo, yo puedo curarle.
– ¿En serio? Y dígame, ¿cuánto tendré que pagarle?
-Nada, es gratis, yo pagué el precio. “Porque por gracia sois salvos; por medio de la fe” (Ef. 2:8)
-¿Y por qué usted haría algo así por mí? Si no me conoce de nada.
-Claro que sí. “Porque tú formaste mis entrañas; me hiciste en el seno de mi madre.” (Sal. 139:13 )
Y te amo como un Padre ama a su hija. “Con amor eterno te he amado, por tanto, prolongué sobre ti mi misericordia.”(Jer. 31:3)
Doña Paquita rompe en un profundo sollozo y cae arrodillada al suelo. Después de unos segundos pregunta clamando:
-¿Pero quién es usted?
– Me llamo Jesús, su salvador.