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El Requiem es una oración fúnebre que sirvió de inspiración a muchos de los grandes músicos barrocos y clásicos. Uno de los más conocidos es el de Wolfgang Amadeus Mozart, escrito en re menor y que no pudo concluir por sobrevenirle la muerte. Requiem, en latín, significa descanso. El texto de Mozart comienza así: “Requiem aeternam dona eis, Domine et lux perpetua luceat eis”(Dales descanso eterno, Señor, y que luz perpetua les resplandezca).

¿A qué me refiero cuando planteo la pregunta enunciada en el título?

Muy sencillo: si no cambiamos de rumbo, estamos a punto de perder a muchos de nuestros hijos como cristianos y tendremos que asistir a su funeral como tales.

¿Te suena fuerte, extremista, fatalista, derrotista? Lo comprendo.

Los niños, los adolescentes y los jóvenes siempre han estado expuestos a las tentaciones, como lo estamos los mayores. El problema es que ellos están en formación, son materia moldeable, y quien sepa trabajar en ellos les dará la forma que tendrán más adelante.

Nuestra responsabilidad como padres, madres, y como iglesias es muy grande, y de ella tendremos que dar cuentas un día, porque ellos no nos pertenecen, sino que son del Señor. Los tenemos prestados por un tiempo.

Conozco casos reales: chicos y chicas criados en la iglesia y que de pronto no saben cuál es su “género” (ese constructo filosófico-político nuevo, tan de moda hoy, porque el sexo es inequívoco), y se declaran directamente homosexuales, lesbianas, bisexuales, o “líquidos” (¡qué palabra!); o que teniendo cuerpo de hombre se sienten mujer, o a la inversa; o simplemente, que son promiscuos, como sus compañeros de clase, y en caso de necesidad incluso son partidarios del aborto como solución a sus deslices. Todo eso constituye hoy la verdad única y absoluta, indiscutible, válida para todos, con exclusión social de quienes pensamos de otra manera (la libertad de conciencia ya no está en vigor). En muchos casos, no es más que una demostración de rebeldía, de vindicar su personalidad, recurriendo a algo que saben nos conmoverá en nuestros fundamentos. Podemos escandalizarnos, culpar a la sociedad, a los colegios, a sus profesores y maestros, a los partidos políticos y a sus leyes. Son dramas que vivimos los cristianos, porque sabemos de qué va la cosa y nuestros hijos sí nos importan, y sabemos que todo eso que les ofrece el mundo no les acarreará felicidad, sino todo lo contrario. Pero escandalizarnos e indignarnos no nos servirá de nada.

Debo recordar que la sociedad en los tiempos cuando el evangelio empezaba a extenderse por Asia y Europa no era mejor que la actual, solo que entonces, como lo define el Nuevo Testamento, eran tiempos de ignorancia, y hoy la sociedad se cree y se proclama sapiente.

A nosotros, seguidores de Jesús, lo que nos importa es que nuestros hijos también lo sigan a él. ¿Dejaremos que todo siga igual para que dentro de poco tengamos que entonar el réquiem por alguno de ellos? ¿Organizaremos un movimiento de oposición para derrotar a los malvados? La respuesta no está fuera, sino que la tenemos dentro.

¿Qué tal si nos miramos al espejo? Quizás descubramos que la clave del problema está en nosotros mismos. No quiero con esto decir que cada vez que uno de nuestros hijos nos plantee una situación así sea nuestra culpa, pero revisar nuestra manera de vivir nuestra fe, puede ayudarnos a comprender la situación y buscar soluciones más espirituales. No olvidemos que, como escribe el apóstol Pablo, las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Diospara la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Co 10:4-5).

Aunque alguien me pueda objetar a esto que escribo, el objetivo de la Gran Comisión no era ni es cambiar las sociedades humanas, sino cambiar los corazones de los hombres y mujeres que las componen: hacer “discípulos”, que crean al mensaje de Jesús y se dejen transformar en sus pensamientos y manera de vivir, gente nacida de nuevo.

¿Y eso no cambia las sociedades humanas? Me temo que no; ejemplo Roma. En los libros de historia se estudia la cristianización del Imperio Romano. Muchos súbditos del Imperio se convirtieron a Cristo, es cierto. En Roma se constituyó una potente e influyente iglesia que dio grandes mártires y hombres y mujeres de Dios, pero lo que sucedió en realidad es que el cristianismo se romanizó. La sociedad romana cambió el cristianismo, no al revés. A las pruebas me remito: una buena parte del cristianismo mundial se autodenomina sin pudor, “romano”. Desde entonces, dos grandes rupturas han delineado el cristianismo actual: el llamado Cisma de Oriente y la Reforma protestante. La romanización del cristianismo lo fraccionó y lo debilitó.

¿Cuál es nuestra responsabilidad, entonces? ¿Cómo responder a la situación que vivimos?

No tengo y, por tanto, no propondré soluciones mágicas, solo mi reflexión personal como pastor:

La batalla tenemos que ganarla en casa y en la iglesia.

¿Qué ofrecemos en la iglesia para nuestros niños, adolescentes y jóvenes? Ciertamente tenemos programas exclusivos para ellos: escuela dominical, grupos de jóvenes, etc. Pero, ¿qué les damos? Si la escuela dominical es simplemente un cuentacuentos de historias bíblicas (importantes, por cierto), y nuestros grupos de jóvenes un lugar de meras relaciones sociales (necesarias, sin duda), pero no les llevamos a la conversión, a un encuentro personal con Dios que transforme sus vidas, ambos recursos de nuestras iglesias habrán fracasado. Nuestros niños y adolescentes no estarán preparados para sobrevivir ahí afuera. Si, además, son solo elementos molestos, gente pequeña que no merece nuestra atención, se sentirán marginados, como que no forman parte de aquello que se llama iglesia.

Por otro lado, ¿qué parte tomamos los padres en la conversión de nuestros hijos? Cuando no vemos la importancia de que lean por sí mismo las Escrituras, que oren, que participen de la vida de iglesia, y los abandonamos a los videojuegos, las redes sociales, y a lo que les enseñen otros “por ahí”, estaremos fallando como padres y madres. Si además, ellos mismos ven nuestro cristianismo sin compromiso, que no valoramos las cosas de Dios, la oración y el estudio bíblico brillan por su ausencia en nuestras vidas, y que el acudir a adorar a Dios con la familia cristiana no es importante, si lo que escuchan de nuestros labios son críticas a los hermanos, nuestro mensaje que les estaremos transmitiendo será que, bueno, está bien ser cristiano, pero que no es tan importante como las otras cosas en las que nos ocupamos y que quizás la iglesia no sea un buen sitio a donde ir. Nuestras preferencias determinarán las suyas.

¿Queremos preservar a nuestros hijos de esas influencias externas tan negativas? La solución pasa por un compromiso de fe firme por nuestra parte, los mayores. Jesús es el ancla de nuestra fe, para nosotros y nuestros hijos, pero ha de ser una realidad vivida en nuestra propia vida y en el hogar, no algo meramente teórico.

Nuestra debilidad espiritual indefectiblemente nos llevará a entonar un réquiem por nuestros hijos, aunque puede que igualmente haya que entonarlo por nosotros mismos. ¡Que nunca esto suceda!

En Cristo hay victoria. Amén.