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“Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia”

Me encontraba en Lisboa para dictar unas conferencias sobre liderazgo en el Seminario Bíblico Monte Esperanza. Al llegar a la habitación donde me hospedaría los cinco días que duraría mi estancia y disponerme a tomar una merecida ducha, encontré que el mecanismo era diferente a aquellos que yo conocía. Había un par de grifos, una ducha movible y otra fija encima. Así que moví los grifos para ver si me
enteraba de cómo funcionaban estas duchas, pero no salió agua. Entonces supuse que no había agua en la habitación, sin embargo, al accionar el grifo del lavamanos, un caudaloso chorro salió para mi total desconcierto. Supuse entonces que había algún tipo de llave de paso escondida por alguna parte que sería el elemento que le proporcionaría agua a la ducha. Busqué como un forense consagrado la pista que me
faltaba para descifrar el asunto de la ducha seca, pero para mi pesar, no había ninguna llave más a la que recurrir. Así que hablé por teléfono con mi esposa que estaba en España y le conté el asunto. Ella me pidió que le sacara fotos a la ducha y se las enviara para buscar por Internet la solución al entuerto en que me encontraba. Un rato después… nada. Mi mujer no logró encontrar una solución conveniente (entendí que
Internet no es tan genial como dicen). Aquel día que quedará para siempre en el más ignominioso recuerdo me quedé sin duchar. A la mañana siguiente debía estar para predicar en una iglesia y oré con todas mis fuerzas para que el perfume y el desodorante fueran lo suficientemente eficientes para disimular la ausencia de un necesario baño el día anterior.

Cuando regresé de la reunión, cansado y con miedo a no poder vencer a mi oponente, una ducha inerte y estéril, me senté en el sofá de la habitación y como una ráfaga, vino a mi una brillante idea, tan esplendorosa que de enterarse la academia de los Nobel de seguro me asignarían el Nobel del sentido común, aunque fuese solamente de forma honoraria. ¿Qué tal si llamaba a mi anfitrión y le pregunta cómo funcionaba la ducha?

Así lo hice y cinco minutos después, uno de los estudiantes que vivía en la residencia del Seminario me explicaría en un ininteligible portugués para mi cerebro en castellano, la forma de hacer lluvia con dos grifos inconexos a la vista. Aprendí que no solo debía girar los grifos (uno para la temperatura del agua y otro para canalizar el agua por una ducha o la otra) sino que después de hacerlo, debía oprimir el grifo de abajo para que el cause del agua comenzara a fluir. Me sentí como Arquímedes cuando comprendió que el volumen del agua que asciende es igual al volumen del cuerpo que se sumerge en ella y gritó “eureka” (lo he descubierto).

En mis peripecias con aquella ducha en Lisboa, supe que puedo ser muy bueno complicando las cosas. Lo que se podía solucionar con una simple llamada, se convirtió en una crisis en la que tuvieron que intervenir ciudadanos de dos naciones. La anécdota en sí es inocente y ya forma parte de las situaciones humorísticas familiares por la que el Señor nos ha permitido pasar para nuestra educación espiritual.

Lo que es más relevante en todo esto, es lo que esta situación en sí trasluce. La ducha es una mera metáfora de la vida misma. A veces no entiendo una situación, se me hace enrevesado un asunto y no sé qué hacer para solucionarlo. Así que empiezo a improvisar porque tengo la enraizada tendencia de creer que yo puedo solo y que no debo molestar a otros con mis problemas.

Voy cambiando poco a poco este tipo de actitudes para mi bien. Las cosas no siempre son tan complicadas como parecen. Suele ser más una cuestión de perspectiva que de realidad; hay que ser más sensatos, o la vida se te puede convertir en un laberinto que ni el mismo Teseo sabría sortear. No solemos ver las cosas como son, sino que las vemos tal como somos. Tiendo a complicar las cosas porque soy complicado y no pregunté a mi anfitrión, no por no molestar, sino por orgullo, no quería que supiera que una indiferente ducha venció mi inteligencia.

Así que el asunto no va de cambiar las cosas primeramente, sino de cambiarnos a nosotros. Mejorar y ser sencillos, dejar de sabotearnos la vida con tonterías y prestar más atención a las motivaciones equivocadas que nos privan de un día a día lleno de contentamiento. Tengo la impresión que seguiré luchando con un viejo hombre obstinado y cascarrabias, pero cada verdad de fe, cada principio espiritual develado, me ayuda a errar menos y a acertar con más frecuencia. Debo depender más de Dios, ser más como un niño, desprejuiciado y sin malicia, para que entonces ya no sea el que lo complica todo, sino alguien que evalúa la vida desde la fe, cimentado en las promesas de Dios.

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