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Hacía 50 días que el barco en el que Sonia viajaba rumbo a Irlanda había naufragado. Solamente ella y dos tripulantes más, el señor Bauer y Cristine, habían conseguido llegar a tierra y salvarse tras la tormenta.

Sonia era de origen alemán, era maestra en una escuela infantil y hacía cinco años que había acabado sus estudios teológicos en Berlín. Era hija de misioneros residentes en Lagos, Nigeria, donde había regresado después de acabar sus estudios para ayudar a sus padres con la obra. Mantenía el contacto con su prometido irlandés, al cual se disponía a ir a visitar y celebrar el nuevo año en compañía de sus futuros suegros, pero la tormenta se lo había impedido; acababan de sobrevivir milagrosamente a un naufragio.

 Estaba en una diminuta isla en medio del Atlántico y había llorado cada uno de aquellos días. ¿Quién les iba a encontrar? Muy pronto les darían por muertos. Todos los esfuerzos que había  hecho en su vida para llegar a ser quien era  ahora no valían para nada. Frente a ella, solo agua infinita. Entonces tomó lo único que había podido rescatar, una Biblia que había aparecido en la arena arrastrada por las olas hacía pocos días. Empezó a pasar algunas de las hojas arrugadas, tiesas e ilesas que quedaban y de repente fijó sus ojos en el  pasaje que relataba la conquista de Canaán, de cómo Josué y el pueblo de Israel cruzaron el río Jordán. Le llamó la atención el primer versículo del capítulo tres, y también el cinco.

«Josué se levantó de mañana y él y todos los hijos de Israel partieron de Sitim y vinieron hasta el Jordán, y reposaron allí antes de pasarlo» y «Santificaos, porque Jehová hará mañana maravillas entre vosotros»

-¡Qué cosas!- se dijo Sonia- yo aquí víctima de un naufragio y leyendo sobre esto…es ridículo. Sus dedos siguieron posándose al azar en otros pasajes.

Leyó cómo Moisés se enfrentó ante el peligro de tener a los egipcios persiguiéndole por la retaguardia y el Mar Rojo frente al pueblo, y todo ello por sorpresa. El peligro era inminente, todos iban a morir atravesados por  espadas o ahogados en el mar.

 Sonia recordaba las palabras de su madre, antes de partir para Europa, que la instaban a que pasara unos días más con ellos, que el tiempo iba a cambiar y que podría ser peligroso viajar. Si le hubiera hecho caso…pero era demasiado tarde. Siguió leyendo.

 «Y Moisés dijo al pueblo: No temáis; estad firmes, y ved la salvación que  Jehová hará hoy con vosotros…»

 Todo aquello era un sin sentido, una broma de mal gusto ¿Qué quería decirle Dios? ¿Acaso iba también a abrir el mar?

 – Tengo que salir de esta isla como sea- se dijo- , eso es lo que tengo que hacer.

 Los días se fueron sucediendo, cada día era más duro permanecer en aquel pedazo de tierra, la búsqueda de alimentos se hacía cada vez más difícil. El Señor Bauer, un hombre de delicada salud, había muerto la semana anterior y ya solo contaba con la ayuda de Cristine, una  chica inglesa que siempre se quejaba por todo.

 Sonia la llamó  desde la orilla y las dos jóvenes se reunieron en la playa. Frente a ellas una balsa de madera.

 – ¿Crees que aguantará? Es una estructura demasiado endeble. Sigo creyendo que es una imprudencia, dijo Cristine. Yo no pienso subirme ahí.

 – Si no lo intentamos nunca lo sabremos, desde luego la hoguera que cada día enciendes no ha servido de mucho ¿No crees?

 Las dos subieron a la barca después de haber  subido algunos víveres. Al cabo de dos horas las olas empezaron a enfurecerse y a romper contra la embarcación. La balsa había desaparecido y ellas luchaban de nuevo por sobrevivir agarradas a uno de los  troncos sueltos. Al fin lograron   llegar de nuevo a la costa. El plan de Sonia había fracasado.

 Empezaron a hacerse a la idea de que  nada de lo que hicieran serviría para salir de allí…entonces se acordó de aquellos pasajes que había leído sobre Josué y Moisés, que en lugar de animarla la habían decepcionado. Buscó la Biblia, que desde entonces no había vuelto a abrir.

«Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos» (Ex. 14: 14)

«…y reposaron allí antes de pasarlo» (Jos. 3:1)

Tanto en el caso de Josué, que ya tenía la promesa de que pasaría el Jordán, como en el caso de Moisés, al cual el peligro  le pilló de improviso, Dios les había dado un mismo mensaje, que estuvieran tranquilos.

 Sonia se levantó de repente, miró al cielo, levantó su mano señalando con el dedo índice y gritó con todas sus fuerzas:

 – ¡De acuerdo Dios! no me queda ya nada más por hacer ni esperar, así que no voy a hacer nada, ¡Así me muera!

 Los días que siguieron, Sonia y Cristine se dedicaron solamente a buscar el alimento y el agua de cada día. Nunca habían  hablado sobre sus vidas de una manera abierta y desinteresada, se confesaron sus temores y  también se pidieron perdón. Sonia empezó a hablarle de Dios y de todo lo que había hecho por su familia en África. Cristine le contó  cómo de pequeña había ido de centro en centro y de familia de acogida en familia,  de su búsqueda incesante de sus padres biológicos, y de cómo descubrió que la habían abandonado siendo aún adolescentes por  encontrarse  involucrados en las drogas.

 Una de aquellas noches de  largas conversaciones las dos durmieron tranquilas, no tenían fuerzas para continuar viviendo, sus cuerpos habían llegado al límite.

Sonia abrió los ojos, todo era blanco a su alrededor, pensó que  aquel lugar sería el cielo, pero no, era la habitación de un hospital londinense.

 -¿Dónde está Cristine?

 – Cristine se encuentra bien, no te preocupes, descansa- dijo una voz  masculina de médico.

 De sus ojos empezaron a brotar lágrimas sin cesar.

 – Dios mío, has abierto el mar, hemos logrado pasar.

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